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Wednesday, December 12, 2007

Mahler


En el curso de la última semana, en dos ocasiones nuestras conversaciones mentaron a Gustav Mahler (foto Wikipedia), cuyo espíritu y música parecen estar sobrevolándonos por algún motivo. Eso me recordó este pequeño texto de ficción que escribí hace un par de años. No se si se trata de Mahler o del horror a la muerte.


A Mahler le fue permitido volver al pasado para presenciar la muerte de su hija. Su extraña insistencia en saber cómo había ocurrido le valió este dudoso privilegio.
Los viajes al pasado son infrecuentes, pero no imposibles. Quienes tramitan estas cosas tienen múltiples ocupaciones (ángeles?), y consideran estas indulgencias como un ejercicio de lo superfluo.
Los que viajan al pasado coinciden en la sensación de intenso frío y soledad que los acompaña. Lo que ven no es un espacio comparable al mundo real, sino más bien una pecera donde la secuencia de hechos pasados se despliega ante el observador, bañada en una luz tan brillante como extraña. Desde luego, no hay contacto posible con los protagonistas del pasado. No porque se haya diseñado un artilugio para evitar el cambio de los acontecimientos, sino porque el viajero sencillamente no está allí, son sus sueños lo que han viajado.
A Mahler no le sirvió de mucho su experiencia. Ver cómo muere un ser querido no tiene mucho más sentido que exigir verlo una vez muerto.
A su retorno no manifestó sentirse desesperado por no haber podido intervenir para evitar la muerte -que, por cierto, tuvo en este caso ribetes horribles. Sólo decía sufrir una amplificación de la tristeza, como siempre ocurre con el frío y la soledad.

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Friday, December 07, 2007

La ruta a Oceanía


Este es un artículo que William Gibson publicó en el New York Times, el día en que George Orwell (foto) hubiera cumplido 100 años. Por algún motivo, pese a su contenido técnico, este ensayo me conmueve. Poco difundido por estos lares, Gibson es el padre de un movimiento literario denominado "ciberpunk". Dos de sus novelas llevadas al cine se vieron por aquí: "Total recall" (El vengador del futuro) y "Johnny Nmemonic". También escribió un par de capítulos de la serie "X Files". Para mí, su mejor novela sigue siendo "Neuromancer". Hace poquito tuve el placer de enterarme por él mismo, de que Fonthor De Luca, el genial artista plástico brasileño, comparte este vicio mío.



Caminando hace poco por la calle Henrietta, cerca de Convent Garden (Londres), buscando un restaurante, me descubrí pensando en George Orwell. La editora Victor Gollancz Ltd., que publicara las primeras obras de Orwell, tenía sus oficinas allí en 1984, cuando esa compañía publicó mi primera novela, que retrataba un mundo futuro imaginario.
Por aquel entonces sentía que había vivido la mayor parte de mi vida bajo la sombra ominosa de ese año mítico. Orwell había encontrado el título para su novela al invertir los dos últimos dígitos del año en que la terminó. Me parecía muy extraño estar realmente vivo en 1984, y en retrospectiva, parece aún más extraño que estar viviendo en el siglo XXI.
“1984” encerraba un preciado secreto para mí, que le debo en buena parte a Orwell, quien hoy hubiera cumplido 100 años. Yo sabía que la novela que yo había escrito no se trataba del futuro, así como “1984” no era sobre el futuro, sino sobre 1948. Tenía bastantes pocos temores de encontrarme viviendo en una sociedad como la que Orwell imaginara. Yo tenía otras habas de cocer, tanto en términos de la historia como del miedo, y todavía las sigo teniendo.
Hoy, en la calle Henrietta, uno puede observar las carcasas rectangulares de las cámaras de seguridad, convenientemente enfocando en ángulo descendente, en los pórticos de los negocios. Quizá Orwell hubiera visto esto como algo propio de Jeremy Bentham, el filósofo utilitario, teórico de las ciencias penales, y padre espiritual del proyecto panóptico de vigilancia. Para mí, esas cámaras implicaban posibilidades aún más extrañas, como si la propia calle hubiera desarrollado órganos sensores, al servicio de algún metaproyecto muy por encima de la imaginación de los diseñadores de esas cámaras de seguridad.
Orwell conocía el poder de la prensa, nuestro primer medio masivo de comunicación, y en la BBC pudo apreciar el primer medio electrónico (la radio) funcionando como soporte de la opinión pública en tiempos de guerra. Murió antes de que la televisión se hubiera desarrollado plenamente, pero de haber vivido para verla, dudo que lo hubiera sorprendido. Los medios en “1984” son básicamente tecnología radiodifusora imaginada al servicio de un estado totalitario, no muy diferentes de los de Irak durante Sadam Huseim o de la actual Corea del Norte: sociedades atrasadas tecnológicamente, en las cuales la información sigue siendo, básicamente, radiodifusora. De hecho, en nuestros días, el predominio de los medios de radiodifusión es la definición de una sociedad atrasada tecnológicamente.
En otras partes, gracias a la aceleración del poder de las computadoras, la conectividad, y el desarrollo simultáneo de los sistemas de seguridad y de rastreo, nos estamos aproximando teóricamente a un estado de completa transparencia informativa, en el cual el escrutinio “orweliano” ya no es estrictamente jerárquico y vertical, sino, hasta cierto punto, democrático. A medida que los individuos pierden constantemente su intimidad, lo mismo les está ocurriendo a las corporaciones y los estados. La pérdida de intimidad en el sentido tradicional, podrá parecer en el corto plazo impulsada por cuestiones de seguridad nacional, pero a su tiempo puede que este fenómeno resulte intrínseco a la naturaleza de la información ubicua.
Algunos de los objetivos del plan de “Conciencia informativa total (ahora, terrorista)” del gobierno norteamericano, puede que terminen siendo alcanzados simplemente por la evolución del sistema de información global –aunque no necesaria ni exclusivamente, en beneficio del gobierno norteamericano ni de ningún otro. Este resultado puede ser el colofón inevitable de la migración al ciberespacio de todo lo que hacemos con la información.
Si Orwell hubiera sabido que se venían las computadoras –creadas, extrañamente, en Bletchley Park, una ruinosa mansión campestre británica, donde Alan Turing y otros descifradores de códigos de la segunda guerra mundial hicieron sus primeros trabajos- tal vez hubiera imaginado un Ministerio de la Verdad vigorizado por sistemas de tarjetas troqueladas y tubos de vacío diseñado para sofocar los últimos vestigios de libertad en la población de Oceanía. Pero dudo que su historia hubiera sido diferente. (¿Hubiera sobrevivido la Stasi de Alemania Oriental si sus agentes hubieran contado con computadoras en los años noventa? El sistema hubiera colapsado igualmente, aunque no bajo el peso de toneladas de papel conteniendo archivos de espionaje).
Las proyecciones de Orwell provienen de una era de información radiodifundida, y no son aplicables a la nuestra. Si Orwell pudiera haber equipado a su Gran Hermano con las herramientas de la inteligencia artificial, aún hubiera estado escribiendo bajo un paradigma viejo, y sus escritos no hubieran podido describir nuestro mundo actual, ni predecir su rumbo futuro.
Podrá molestarnos que nuestros “grandes hermanitos”, en el nombre de la seguridad nacional, tomen su información de los sistemas cada vez más transparentes y amplios de información, pero esto es algo que también hacen las corporaciones, las organizaciones no gubernamentales y los propios individuos, cada vez con mayor frecuencia. La reunión y manejo de la información, en todos los niveles, se amplifica exponencialmente por la naturaleza global del propio sistema, que cada vez más rebasa las fronteras nacionales y el control gubernamental.
De un modo que no tiene precedentes, se ha vuelto extremadamente difícil para cualquiera, cualquiera en absoluto, mantener un secreto.
En la era de la filtración, del blog, de la extracción de evidencias, del descubrimiento por vía de enlaces (links), las verdades saldrán a la luz, o serán sacadas a la luz, más temprano que tarde. Este es un punto que le señalo a todos los diplomáticos, políticos y líderes empresarios: el futuro, eventualmente, los desnudará. El futuro, que nos depara herramientas inimaginables para la transparencia, se encargará de ustedes. Al final, todo el mundo verá lo que ustedes han hecho.
No obstante, hablo de “verdades” y no de “la verdad”, ya que, por otro lado, la nueva ubicuidad de la información puede parecer no ya transparente, sino directamente demente. Sin importar la cantidad o el poder de las herramientas que se usen para buscar relaciones entre distintas informaciones, cualquier sentido o significado depende del contexto, y la interpretación siempre viene teñida de la agenda personal de cada quien. Un mundo de transparencia informativa necesariamente será un concierto delirante de múltiples puntos de vista, condimentado con desinformación, mala información, teorías conspirativas y distintos grados de locura cotidiana. Puede que seamos capaces de ver lo que está ocurriendo más rápidamente, pero eso no quiere decir que nos pondremos de acuerdo sobre ello con la misma rapidez.
Orwell cumplió con el trabajo que se había propuesto, de forma tan brillante como tesonera, en la dolorosa creación de la más conocida de las distopías. He escuchado que debido a que él fue hasta allí, con tanto rigor y valentía, nosotros ya no tenemos que hacerlo. Me gusta creer que hay algo de cierto en eso. Pero el campo de la historia tiene una gran habilidad para hacer temblar nuestras asunciones más básicas, detrás de las situaciones más puntillosamente imaginadas. Las distopías no son más reales que las utopías. Ninguno de nosotros habitará en una de ellas –excepto, en el caso de las distopías, en el sentido relativo y trágicamente ordinario de vivir en un país extremadamente desfavorable.
Esto no quiere decir que Orwell haya fracasado en ningún sentido, sino que por el contrario, triunfó. “1984” sigue siendo una de las vías más rápidas y sucintas hacia el mundo de 1948. Si deseas conocer una era, estudia sus pesadillas más lúcidas. En el espejo de nuestros miedos más oscuros, mucho nos será revelado. Pero no creamos que esos espejos nos mostrarán una ruta hacia al futuro, ni siquiera hacia el presente.
Hemos perdido el tren hacia Oceanía, y vivimos hoy con problemas aún más extraños.

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Wednesday, December 05, 2007

Por sus frutos los conocerás...




  • La sociedad pampeana asiste atónita a la destemplada reacción de un sector de la iglesia católica, en contra de una ley provincial recientemente sancionada, por la cual se establece un procedimiento a seguir en los hospitales públicos, con el objeto de garantizar la efectiva vigencia del Código Penal en cuanto establece los casos en que el aborto no es punible. La norma busca dotar a los médicos de un mínimo marco de seguridad jurídica al momento de cumplir con la ley, precisamente por las infundadas denuncias de que han sido objeto últimamente por parte de sectores confesionales, en distintos lugares del país.
    La única justificación que se ha esgrimido (entre los muchos insultos dirigidos a los legisladores, de los cuales el de "asesinos" constituye directamente una calumnia) es la voluntad de imponer al resto de la sociedad el propio dogma católico, y la supuesta inconstitucionalidad de la norma penal nacional.
    El primer argumento se refuta a sí mismo como un gesto de claro fundamentalismo. El segundo, resulta más interesante por su sofisma. Plantear que una norma penal que tiene más de ochenta años de vigencia es inconstitucional, pese a que no existe sentencia firme que así lo disponga, resulta un despropósito. Sobre todo, si se tiene en cuenta que la filosofía que inspira a los tratados internacionales sobre derechos humanos que se invocan, nada tiene que ver con la doctrina católica: los derechos humanos son un sistema laico, precisamente porque uno de sus objetivos es proteger a las personas de los abusos del poder, sea éste estatal, económico o confesional. La experiencia histórica es clara en demostrar que las religiones son responsables de la buena parte de las guerras, genocidios y atrocidades cometidas contra la humanidad.
    Resulta curioso que estos crispados militantes no adviertan que acaso su conducta violente un principio de oro del cristianismo, cual es el respeto por el poder del Estado y sus leyes. Cuando Jesús instruyó a sus discípulos para "dar al César lo que es del César" zanjó claramente un principio de separación de competencias, que sin embargo los católicos se empeñan en violentar, obviamente por causas económicas (los sueldos que el estado argentino paga a los obispos con el dinero de todos los contribuyentes, católicos o no).
    Lo que la iglesia católica -pese a su proclamado afán de proteger la vida- nunca dice, es qué se hace con todos esos niños pobres que nacen. Qué se hace con todos los niños africanos que se contagian de HIV por la cerril oposición católica a la distribución de profilácticos. Qué se hace con la mente de todos los niños abusados por sacerdotes, víctimas a su vez del absurdo mandato del celibato.
    La respuesta es clara, a la luz de lo ocurrido en estos días en una parroquia del norte pampeano, donde un sacerdote se negó a darle la comunión a un niño hipoacúsico, con el pretexto de que él no podía comunicarse con el menor. Ni se le ocurrió a este cura que debía respetar los tratados internacionales que fulminan como contraria a los derechos humanos la discriminación contra discapacitados. Ni se le ocurrió que debía recurrir al sencillo recurso de un intérprete para instruir al niño en su religión.
    Curiosamente, este cura violador de los derechos humanos, tiene un justificativo religioso: de los diez mandamientos, no hay ninguno que ordene proteger a los niños.

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