¿Crucifijo? No, gracias.
Los símbolos religiosos no tienen nada que hacer en las oficinas públicas, y mucho menos en las salas de audiencias judiciales, donde se supone que se aplican las leyes democráticas de un estado laico, en el que rige la libertad de culto. Las declaraciones en tal sentido de una ministra de la Corte Suprema, deberían servir para que recapaciten los jueces que aún no han reflexionado sobre las implicancias de imponer sus símbolos religiosos a los ciudadanos que acuden a sus despachos.
La cuestión tiene una larga historia, con varios episodios. No hace mucho tiempo atrás, la propia Corte Suprema ordenó el retiro de una imagen de la Virgen María que se encontraba en el edificio donde funciona ese tribunal, pero en lugar de aprovechar ese fallo para enfatizar la libertad de cultos, empleó el argumento formal de que el emplazamiento de la imagen en cuestión no estaba respaldado por una resolución vigente. Un argumento similar fue el que utilizó, más cerca en el tiempo, la presidencia del Concejo Deliberante de Santa Rosa, respecto de otra imagen de la Virgen exhibida en ese cuerpo deliberativo. En la flamante ciudad judicial de Santa Rosa, en tanto, mucho antes de que el complejo comenzara a funcionar, ya estaba allí una Virgen emplazada en lugar prominente, sin que la cuestión mereciera el más mínimo tratamiento.
En Estados Unidos, en cambio, la Corte Suprema fue terminante en considerar que un "monumento a los diez mandamientos" emplazado en una corte de Alabama, violaba la primera enmienda de la constitución, e implicaba un inaceptable acto de apoyo estatal a un sistema de creencias religiosas. Podría argüirse además que un tosco y brevísimo sistema de valores creado por una sociedad tribal, que no incluye el concepto de la tolerancia, o que trata a la mujer como una posesión del hombre, mal puede servir de guía para resolver los complejos problemas que afronta un juez en nuestros días.
El peso cultural de la religión católica en nuestra sociedad ha logrado imponer y naturalizar esas imágenes religiosas como parte del paisaje. La subsistencia de este estado de cosas no puede continuar sin una mínima reflexión.
Cualquier persona ajena a la religión católica tiene todo el derecho a sentirse discriminado y amenazado si el juez que el Estado ha designado para resolver su caso le impone un símbolo religioso como posible fuente o inspiración de sus decisiones. El estado debe funcionar como morigerador de las tendencias fundamentalistas de todas las religiones, especialmente las monoteistas, que se proponen como "la única verdadera" y por ende llevan necesariamente a la discriminación de los "infieles".
Los símbolos cristianos, por otra parte, son susceptibles de ofender la sensibilidad contemporánea. Un crucifijo no es otra cosa que la representación de un cuerpo torturado y asesinado atroz e injustamente, y como tal, no parece un símbolo adecuado para la administración de justicia. Para el caso también podría colgarse un retrato explícito del descuartizamiento de Tupac Amaru, o del suplicio de Giordano Bruno, y el resultado sería el mismo.
No se trata aquí de coartar la libertad de cada persona para abrazar el culto que mejor satisfaga sus necesidades espirituales. Se trata de que quien detenta una porción del poder del estado, está obligado por ley a abrazar un sistema jurídico básicamente laico, y no puede usar ese poder para imponer, ni siquiera en el terreno simbólico, sus propias creencias a los demás.
La cuestión tiene una larga historia, con varios episodios. No hace mucho tiempo atrás, la propia Corte Suprema ordenó el retiro de una imagen de la Virgen María que se encontraba en el edificio donde funciona ese tribunal, pero en lugar de aprovechar ese fallo para enfatizar la libertad de cultos, empleó el argumento formal de que el emplazamiento de la imagen en cuestión no estaba respaldado por una resolución vigente. Un argumento similar fue el que utilizó, más cerca en el tiempo, la presidencia del Concejo Deliberante de Santa Rosa, respecto de otra imagen de la Virgen exhibida en ese cuerpo deliberativo. En la flamante ciudad judicial de Santa Rosa, en tanto, mucho antes de que el complejo comenzara a funcionar, ya estaba allí una Virgen emplazada en lugar prominente, sin que la cuestión mereciera el más mínimo tratamiento.
En Estados Unidos, en cambio, la Corte Suprema fue terminante en considerar que un "monumento a los diez mandamientos" emplazado en una corte de Alabama, violaba la primera enmienda de la constitución, e implicaba un inaceptable acto de apoyo estatal a un sistema de creencias religiosas. Podría argüirse además que un tosco y brevísimo sistema de valores creado por una sociedad tribal, que no incluye el concepto de la tolerancia, o que trata a la mujer como una posesión del hombre, mal puede servir de guía para resolver los complejos problemas que afronta un juez en nuestros días.
El peso cultural de la religión católica en nuestra sociedad ha logrado imponer y naturalizar esas imágenes religiosas como parte del paisaje. La subsistencia de este estado de cosas no puede continuar sin una mínima reflexión.
Cualquier persona ajena a la religión católica tiene todo el derecho a sentirse discriminado y amenazado si el juez que el Estado ha designado para resolver su caso le impone un símbolo religioso como posible fuente o inspiración de sus decisiones. El estado debe funcionar como morigerador de las tendencias fundamentalistas de todas las religiones, especialmente las monoteistas, que se proponen como "la única verdadera" y por ende llevan necesariamente a la discriminación de los "infieles".
Los símbolos cristianos, por otra parte, son susceptibles de ofender la sensibilidad contemporánea. Un crucifijo no es otra cosa que la representación de un cuerpo torturado y asesinado atroz e injustamente, y como tal, no parece un símbolo adecuado para la administración de justicia. Para el caso también podría colgarse un retrato explícito del descuartizamiento de Tupac Amaru, o del suplicio de Giordano Bruno, y el resultado sería el mismo.
No se trata aquí de coartar la libertad de cada persona para abrazar el culto que mejor satisfaga sus necesidades espirituales. Se trata de que quien detenta una porción del poder del estado, está obligado por ley a abrazar un sistema jurídico básicamente laico, y no puede usar ese poder para imponer, ni siquiera en el terreno simbólico, sus propias creencias a los demás.
Labels: libertad de expresión, religion
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