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Thursday, November 27, 2008

Gran Hermano Reloaded


En su edición del pasado 18 de noviembre, el New York Times cuenta la historia de Jason Jones, un joven de 26 años que pasó varios meses detenido -en base al reconocimiento de varios testigos oculares- con relación al asesinato de un agente federal encubierto en el barrio de Bronx. Jones hubiera enfrentado la posibilidad de ser condenado a muerte, de no ser porque sus abogados rescataron de su billetera (confiscada en el acto de su detención) la "metrocard" utilizada por el acusado durante la noche del crimen para acceder al transporte público neoyorkino. Tanto los registros de esa tarjeta electrónica, como la fotografía obtenida por la cámara de un cajero automático en el que paró a retirar su sueldo, corroboraban su relato de lo que había hecho esa noche, y lo colocaban a más de cinco millas del lugar del crimen a la hora que ocurrió.
Para Jason Jones, esa foto y esos registros de sus viajes en metro y autobus, representaron la diferencia entre la vida y la muerte. Uno de los investigadores del caso declaró a la prensa que, en su opinión, en los procesos penales la prueba electrónica es hoy más importante, incluso, que la de ADN.
Aún cuando en nuestra realidad cotidiana no estamos expuestos al nivel de tecnificación que experimenta un habitante de Nueva York, no estamos exentos de participar de ese progreso, para bien y para mal.
Tanto las tarjetas bancarias como las cámaras instaladas en gran cantidad de establecimientos (bancos, negocios, ascensores, lugares de trabajo, salas de espectáculos públicos) registran nuestra vida con una frecuencia y minuciosidad que recuerda, en cierto modo, a la distopía planteada por George Orwell en su novela "1984".
Es natural que, ante la evidencia de esta realidad contemporánea, experimentemos una sensación de incomodidad. Y es que no hay vuelta que darle: nuestra esfera de intimidad se ha reducido considerablemente, y muchos actos de nuestra vida, incluso nuestra propia imagen, quedan almacenados en documentos y bases de datos a los que acceden personas que no conocemos, con fines que ignoramos. Es por ello que se han creado algunos remedios legales (como el llamado habeas data) destinados a protegernos de posibles abusos.
Pero la tendencia está claramente fijada, y el mundo en que vivimos va en esa dirección: cada vez habrá más registros de toda nuestra vida, y en muchos casos serán obtenidos sin nuestro consentimiento.
Ante esta realidad, se puede tomar una actitud apocalíptica y negarse al progreso, o se puede abrazar el optimismo ciego. Pero también se puede tener una postura más razonable y ubicada para con nuestro presente.
Los registros magnéticos o digitales, gráficos o escritos, constituyen aplicaciones de una tecnología que, como ocurre desde los comienzos del homo faber, es neutra. Como fue neutra la invención de la rueda, que sirvió tanto para transportar personas en carros y automóviles, como para que los inquisidores torturaran personas en el potro.
De modo tal que esa profusión de cámaras que nos escrutan no necesariamente esconde un Gran Hermano del otro lado. A Jason Jones le salvaron la vida. Y en última instancia, todo se reduce a la afirmación que alguna vez vertiera Rafael Bielsa, refiriéndose a las cámara ocultas: "fílmenme todo lo que quieran, yo no tengo nada que ocultar".


Link al artículo del NYT:


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Disclaimer


Hay un test en internet para determinar cuán autoritario/libertario o cuán derechoso o zurdoso es uno.
El gráfico de la izquierda (perdón) es el nuestro.
Quedáis advertidos

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Wednesday, November 26, 2008

Hasta siempre, María


Como es más o menos sabido, un policía tucumano conocido como "Malevo" Ferreyra, a punto de ser detenido por su participación en violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura militar, se suicidó el pasado viernes ante las cámaras de Crónica TV mientras le hacían un reportaje.
El canal llegó a emitir el reportaje, incluyendo la cruda imagen en la que el represor, tras despedirse de su esposa con un "hasta siempre, María", se disparó un tiro en la sien.
A pedido del titular del Comfer, Gabriel Mariotto, la jueza nacional en lo civil Martha de Gómez Alsina, dispuso prohibir a Crónica TV la emisión de imágenes relacionadas con el suicidio.
La medida judicial adoptada recuerda a la que se tomó, hace poco más de un año, cuando América Noticias difundió fotografías del cadáver de Nora Dalmasso. También en aquel entonces se difundieron, en horario de protección al menor, imágenes de inusual crudeza, cuya reiteración fue prohibida por la justicia. En ambos casos se reactualizaba la eterna relación entre muerte e imagen, de la que tanto y tan bien escribieran Barthes y Débray.
Los hechos difieren, desde luego: en un caso, se trataba de imágenes fijas, en el otro, de un video; en un caso, se trataba de fotos obtenidas en un procedimiento policial, en el otro, de un "reportaje" obtenido por el propio medio; en un caso el hecho reportado era remoto, en el otro era actual. En ambos casos, sin embargo, se verificó por parte de los medios de prensa una decisión consciente de emitir imágenes de una enorme crudeza y morbosidad, con fundamento en su valor informativo.
La decisión editorial en ambos casos aparece discutible y hasta condenable, particularmente por el horario de emisión. Aún cuando en la materia se verifique un enorme caos (del cual el Comfer es el principal responsable), no puede discutirse la necesidad de preservar a los niños de ser sometidos a contenidos que no se encuentran en condiciones de procesar, ni siquiera con intervención de los adultos que los educan. El propio Pacto de San José de Costa Rica prevé esta situación, tan luego en el mismo artículo (13) que proclama la libertad de expresión.
El suicidio televisado es un caso extremo y revulsivo, por muchos motivos. Existen opiniones fundadas de que la difusión de noticias sobre suicidios promueve conductas imitativas. Y aunque el canal involucrado se ha encargado de ganarse una reputación por su explosivo cóctel de morbosidad y chabacanería, existe algo terminalmente enfermo en presenciar la actuación de quien necesita una cámara de televisión para suicidarse. Con el agregado perverso de declarar su amor a la mujer a quien se está abandonando de la forma más traumática imaginable.
En el caso Dalmasso, los responsables de la información intentaron justificarla afirmando que se trataba más bien de fotos de la escena del crimen, que tendían a cuestionar la investigación del homicidio. Como justificativo tiene más color, aunque siempre estará el problema de que en esa escena del crimen el objeto central era el cadáver desnudo de una mujer, a la que sobreviven un esposo, hijos, padres, amigos, personas con sensibilidad y con derecho a que se respete su dolor.
Las decisiones editoriales son muchísimo más complejas y angustiantes de lo que imagina el común de la gente, y deben serlo más aún en un medio como la televisión, que suma, a la inmediatez, el enorme poder de la imagen en movimiento.
Sin embargo, no es el objeto de estas líneas cuestionar estos contenidos periodísticos, respecto de los cuales se descarta un rechazo social casi unánime.
El problema es, o mejor dicho, sigue siendo, el que mencionara Belluscio en su voto en el recordado caso "Servini de Cubría": un estado "francamente paradójico, cuando no inverosímil" en el cual la justicia asumiría un nuevo rol, el de "fisgonear por adelantado en las expresiones que vayan a hacer los habitantes de la Nación".
Y es que, si hay algo claro en materia de libertad de expresión, es que la censura previa está prohibida. En esto es claro el artículo 14 de la Constitución, que incluye una garantía original, no presente en la constitución de EEUU. Más claro aún es el Pacto de San José de Costa Rica, cuando habla de que el ejercicio de la libre expresión puede estar sujeto a "responsabilidades ulteriores", pero nunca a "censura previa". Más claro aún lo puso nuestra Corte en el caso "Ponzetti de Balbín" (donde se debatía, precisamente, la publicación de fotos de un moribundo) cuando expresó sin hesitación que la prohibición de censura previa es "absoluta".
Esto implica la total veda a cualquier intervención del estado en la formación de la expresión de los ciudadanos, sin perjuicio de juzgarlos después de ello por las responsabilidades en que pudieran incurrir. Y hay que recordar lo también dicho por la Corte, en el sentido de que el control estatal sobre la prensa no pierde tal carácter cuando es ejercido por los jueces.
Llamativamente, en ninguno de los dos casos la cuestión de la censura ha sido puesta de resalto, ni siquiera por parte de los organismos que habitualmente se ocupan de esta temática. Tal parece que en algunos casos resulta antipático socialmente defender los principios institucionales. Aún cuando se trate de uno como la libre expresión, sin cuya existencia se comprometen todos los demás derechos, se degrada la república, se compromete la producción intelectual y científica, se bastardean las conciencias.
La libertad de expresión -según se atribuye a George Orwell- existe precisamente para expresar aquello que no se desea escuchar. Incluso el más aberrante error debe ser expresado, ya que de lo contrario no podrá ser refutado, sólo será reprimido.
El Comfer tiene todo el poder necesario para castigar duramente estas transgresiones, incluso disponiendo la cancelación de las licencias otorgadas a los medios en cuestión. Pero claro, para eso haría falta valentía, honestidad, haría falta desatar los contubernios entre el gobierno y los grandes oligopolios periodísticos, haría falta, en definitiva, funcionarios verdaderamente servidores del público y aplicadores de la ley.
Como esas cualidades brillan por su ausencia, lo que tenemos es una progresiva degradación de la república mediante la instalación (Belluscio dixit) "de una censura cuya justificación resultaría mucho más escandalosa que el propio delito que pudiere consumarse con la expresión que pretende prohibirse". (foto: Telam)

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