Gran Hermano Reloaded
En su edición del pasado 18 de noviembre, el New York Times cuenta la historia de Jason Jones, un joven de 26 años que pasó varios meses detenido -en base al reconocimiento de varios testigos oculares- con relación al asesinato de un agente federal encubierto en el barrio de Bronx. Jones hubiera enfrentado la posibilidad de ser condenado a muerte, de no ser porque sus abogados rescataron de su billetera (confiscada en el acto de su detención) la "metrocard" utilizada por el acusado durante la noche del crimen para acceder al transporte público neoyorkino. Tanto los registros de esa tarjeta electrónica, como la fotografía obtenida por la cámara de un cajero automático en el que paró a retirar su sueldo, corroboraban su relato de lo que había hecho esa noche, y lo colocaban a más de cinco millas del lugar del crimen a la hora que ocurrió.
Para Jason Jones, esa foto y esos registros de sus viajes en metro y autobus, representaron la diferencia entre la vida y la muerte. Uno de los investigadores del caso declaró a la prensa que, en su opinión, en los procesos penales la prueba electrónica es hoy más importante, incluso, que la de ADN.
Aún cuando en nuestra realidad cotidiana no estamos expuestos al nivel de tecnificación que experimenta un habitante de Nueva York, no estamos exentos de participar de ese progreso, para bien y para mal.
Tanto las tarjetas bancarias como las cámaras instaladas en gran cantidad de establecimientos (bancos, negocios, ascensores, lugares de trabajo, salas de espectáculos públicos) registran nuestra vida con una frecuencia y minuciosidad que recuerda, en cierto modo, a la distopía planteada por George Orwell en su novela "1984".
Es natural que, ante la evidencia de esta realidad contemporánea, experimentemos una sensación de incomodidad. Y es que no hay vuelta que darle: nuestra esfera de intimidad se ha reducido considerablemente, y muchos actos de nuestra vida, incluso nuestra propia imagen, quedan almacenados en documentos y bases de datos a los que acceden personas que no conocemos, con fines que ignoramos. Es por ello que se han creado algunos remedios legales (como el llamado habeas data) destinados a protegernos de posibles abusos.
Pero la tendencia está claramente fijada, y el mundo en que vivimos va en esa dirección: cada vez habrá más registros de toda nuestra vida, y en muchos casos serán obtenidos sin nuestro consentimiento.
Ante esta realidad, se puede tomar una actitud apocalíptica y negarse al progreso, o se puede abrazar el optimismo ciego. Pero también se puede tener una postura más razonable y ubicada para con nuestro presente.
Los registros magnéticos o digitales, gráficos o escritos, constituyen aplicaciones de una tecnología que, como ocurre desde los comienzos del homo faber, es neutra. Como fue neutra la invención de la rueda, que sirvió tanto para transportar personas en carros y automóviles, como para que los inquisidores torturaran personas en el potro.
De modo tal que esa profusión de cámaras que nos escrutan no necesariamente esconde un Gran Hermano del otro lado. A Jason Jones le salvaron la vida. Y en última instancia, todo se reduce a la afirmación que alguna vez vertiera Rafael Bielsa, refiriéndose a las cámara ocultas: "fílmenme todo lo que quieran, yo no tengo nada que ocultar".
Para Jason Jones, esa foto y esos registros de sus viajes en metro y autobus, representaron la diferencia entre la vida y la muerte. Uno de los investigadores del caso declaró a la prensa que, en su opinión, en los procesos penales la prueba electrónica es hoy más importante, incluso, que la de ADN.
Aún cuando en nuestra realidad cotidiana no estamos expuestos al nivel de tecnificación que experimenta un habitante de Nueva York, no estamos exentos de participar de ese progreso, para bien y para mal.
Tanto las tarjetas bancarias como las cámaras instaladas en gran cantidad de establecimientos (bancos, negocios, ascensores, lugares de trabajo, salas de espectáculos públicos) registran nuestra vida con una frecuencia y minuciosidad que recuerda, en cierto modo, a la distopía planteada por George Orwell en su novela "1984".
Es natural que, ante la evidencia de esta realidad contemporánea, experimentemos una sensación de incomodidad. Y es que no hay vuelta que darle: nuestra esfera de intimidad se ha reducido considerablemente, y muchos actos de nuestra vida, incluso nuestra propia imagen, quedan almacenados en documentos y bases de datos a los que acceden personas que no conocemos, con fines que ignoramos. Es por ello que se han creado algunos remedios legales (como el llamado habeas data) destinados a protegernos de posibles abusos.
Pero la tendencia está claramente fijada, y el mundo en que vivimos va en esa dirección: cada vez habrá más registros de toda nuestra vida, y en muchos casos serán obtenidos sin nuestro consentimiento.
Ante esta realidad, se puede tomar una actitud apocalíptica y negarse al progreso, o se puede abrazar el optimismo ciego. Pero también se puede tener una postura más razonable y ubicada para con nuestro presente.
Los registros magnéticos o digitales, gráficos o escritos, constituyen aplicaciones de una tecnología que, como ocurre desde los comienzos del homo faber, es neutra. Como fue neutra la invención de la rueda, que sirvió tanto para transportar personas en carros y automóviles, como para que los inquisidores torturaran personas en el potro.
De modo tal que esa profusión de cámaras que nos escrutan no necesariamente esconde un Gran Hermano del otro lado. A Jason Jones le salvaron la vida. Y en última instancia, todo se reduce a la afirmación que alguna vez vertiera Rafael Bielsa, refiriéndose a las cámara ocultas: "fílmenme todo lo que quieran, yo no tengo nada que ocultar".
Link al artículo del NYT: