El cazador cazado
Se llamaba Steve Irwin, era australiano, le decían "el cazador de cocodrilos" y conducía un programa de televisión muy visto, en el género de los llamados "nature shows", esto es, shows de la naturaleza. A comienzos de este mes murió mientras filmaba en unos arrecifes oceánicos, donde el aguijonazo de un pez raya le inyectó su veneno fatalmente en el corazón.
La vida de Irwin bien puede leerse como una metáfora del extraño matrimonio entre la TV y la naturaleza. Es bien sabido que el interés de la humanidad por el mundo natural como espectáculo no siempre estuvo presente en la historia, y que su auge actual se debe en buena medida al impulso de los naturalistas del siglo XIX, y más cercanamente, al nacimiento de la industria del turismo.
La televisión por su parte ha desarrollado una vertiente que el turismo no puede satisfacer, ya sea porque no todos tienen acceso a esos costosos viajes, o porque además muchas veces los mayores espectáculos naturales se producen en lugares recónditos, sin infraestructura turística, y donde hace falta un verdadero espíritu aventurero para adentrarse.
De no ser por la TV, muchos de nosotros jamás habríamos visto en acción a un lémur de Madagascar, a un mamati del Amazonas, o a un oso polar dándose un festín de salmones del Pacífico en la naciente de un río brioso en Alaska. Naturalmente, esa experiencia televisiva es apenas una gragea del verdadero festín: y no sólo porque el contacto con la naturaleza implica viajes, relajación y aire puro (con sus aromas), sino también porque el ritmo de un programa televisivo nada tiene que ver con los tiempos en que ocurren las cosas en el mundo real.
Irwin le daba una impronta muy personal a este tipo de shows: su aproximación a la naturaleza era gozosa, pero buena parte del espectáculo consistía en mostrar al propio Irwin realizando dudosas proezas con los animales salvajes. Su imagen inmovilizando a un cocodrilo desde la espalda, ofuscando al pobre bicho hasta el cansancio, era un clásico de su programa. Era una forma de relacionarse con la naturaleza no necesariamente compatible con el respeto y la relajación a las que aspiramos otros de sus amantes.
Con lo lamentable que resulta una muerte tan temprana (sólo contaba con 44 años), no puede menos que advertirse "la ironía de Dios" (diría Borges) de que la naturaleza deparara un final tan improbable a quien tantos riesgos había corrido para entretener a sus telespectadores. No menos escabroso resulta que el propio conductor estuviera filmando su propia muerte, imágenes que la TV, con su lógica implacable, seguramente mostrará en el momento que considere más redituable. Y es que buena parte de los "nature shows" se basan no en la exaltación de lo bucólico, sino en la del morbo humano por la crueldad que adjudicamos a la simple y efectiva cadena alimentaria que presidimos.
Ahora, y en un giro no menos irónico, nos enteramos de que en las costas de Australia han comenzado a aparecer numerosos ejemplares de rayas muertas, y hay quien especula que el episodio se deba a una vendetta de los seguidores de Irwin, ansiosos por vengar a su ídolo.
Evidentemente, si había alguna lección que aprender del episodio, no ha sido asimilada. La muerte de Irwin fue un desafortunado accidente (el veneno de la raya es raramente mortal), que le ocurrió a una persona que buscaba el peligro como forma de vida. El rol educativo de la TV parece poco honrado en este caso. Y el amor a la naturaleza, una vez que el show ha terminado, continúa relegado a una minoría de seres humanos sensibles.
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