Celeste y blanca
La elección de los colores para una bandera -que en definitiva se postula como símbolo de una nacionalidad- tiene necesariamente una intención simbólica.
Algunas banderas transmiten una idea de poder, otras de originalidad, otras de señorío. En general se eligen colores fuertes, por su expresividad. El rojo sangre es acaso el más popular. Pero también interviene el diseño: mientras la mayoría apela a superponer bandas de distintos colores, otros eligen íconos de enorme poder evocativo, como la hermosa hoja de la bandera canadiense, o el rojísimo sol naciente de la bandera japonesa, que parece, al decir de William Golding, "un ojo iracundo".
No sabemos a ciencia cierta qué fue lo que animó a Belgrano a elegir los suaves colores del cielo para simbolizar la naciente nación que buscaba animar. Pero puede asumirse que la creación de un símbolo tan importante no sólo tiene que ver con las características propias del país, sino también con una expresión de deseos sobre su futuro.
Viendo la cuestión a la luz de nuestro tortuoso derrotero histórico, es una tentación reflexionar que la bandera argentina, al evocar el cielo inasible, transforma la idea de una nación argentina en algo eternamente inalcanzable.
Naturalmente, desde un punto de vista científico, no puede sino postularse que la nación tal como la conocemos hoy, no es sino una creación histórica y cultural. El estado-nación no ha existido siempre en la historia, y tampoco es seguro que continúe existiendo en el futuro. Los procesos de integración supranacional y de autonomías locales a los que asistimos en nuestro tiempo, parecen indicarlo. Días atrás, en una justa deportiva, a nuestros representantes nacionales les tocó enfrentar a un "país" que sólo existía en los papeles, ya que en el interín se había dividido en dos.
Sin embargo, estas reflexiones en nada empecen el innegable contenido emotivo que la bandera -como símbolo- y la nación argentina -como proyecto- nos provocan reiteradamente. Particularmente, a quienes tenemos por suerte un contacto frecuente con la escuela pública argentina, donde periódicamente podemos recordar aquellas verdades que, por haberlas aprendido de niños, parecen las más ciertas de todas.
Es en los niños donde los colores de la bandera parecen justificarse y brillar. No porque nuestro estandarte no haya "sido jamás atado al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra", ya que, en realidad y por suerte, los argentinos nunca hemos sido un pueblo guerrero. El sentido de la bandera es la idea de preservar y mejorar un lugar físico y cultural donde la vida de esos niños valga la pena ser vivida.
La bandera vale en cuanto símbolo de vida, y de mejor vida. Como la que eligieron nuestros abuelos al afincarse en este territorio promisorio. Como la que elegimos quienes nos quedamos, cuando hace apenas unos años atrás, las cosas estaban tan mal que parecía más fácil soportar el ostracismo que la ciudadanía.
Posiblemente cuando eligió esos colores, sin proponérselo, Belgrano creó el símbolo de una nación inasible, acaso imposible. En cualquier caso, parece preferible pertenecer a un pueblo condenado a la abstracción, a la sutileza, a la ambigüedad, a la especulación, que formar parte de una nación que reclama el derramamiento de sangre ajena para justificar su propia existencia.
PETRONIO
Algunas banderas transmiten una idea de poder, otras de originalidad, otras de señorío. En general se eligen colores fuertes, por su expresividad. El rojo sangre es acaso el más popular. Pero también interviene el diseño: mientras la mayoría apela a superponer bandas de distintos colores, otros eligen íconos de enorme poder evocativo, como la hermosa hoja de la bandera canadiense, o el rojísimo sol naciente de la bandera japonesa, que parece, al decir de William Golding, "un ojo iracundo".
No sabemos a ciencia cierta qué fue lo que animó a Belgrano a elegir los suaves colores del cielo para simbolizar la naciente nación que buscaba animar. Pero puede asumirse que la creación de un símbolo tan importante no sólo tiene que ver con las características propias del país, sino también con una expresión de deseos sobre su futuro.
Viendo la cuestión a la luz de nuestro tortuoso derrotero histórico, es una tentación reflexionar que la bandera argentina, al evocar el cielo inasible, transforma la idea de una nación argentina en algo eternamente inalcanzable.
Naturalmente, desde un punto de vista científico, no puede sino postularse que la nación tal como la conocemos hoy, no es sino una creación histórica y cultural. El estado-nación no ha existido siempre en la historia, y tampoco es seguro que continúe existiendo en el futuro. Los procesos de integración supranacional y de autonomías locales a los que asistimos en nuestro tiempo, parecen indicarlo. Días atrás, en una justa deportiva, a nuestros representantes nacionales les tocó enfrentar a un "país" que sólo existía en los papeles, ya que en el interín se había dividido en dos.
Sin embargo, estas reflexiones en nada empecen el innegable contenido emotivo que la bandera -como símbolo- y la nación argentina -como proyecto- nos provocan reiteradamente. Particularmente, a quienes tenemos por suerte un contacto frecuente con la escuela pública argentina, donde periódicamente podemos recordar aquellas verdades que, por haberlas aprendido de niños, parecen las más ciertas de todas.
Es en los niños donde los colores de la bandera parecen justificarse y brillar. No porque nuestro estandarte no haya "sido jamás atado al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra", ya que, en realidad y por suerte, los argentinos nunca hemos sido un pueblo guerrero. El sentido de la bandera es la idea de preservar y mejorar un lugar físico y cultural donde la vida de esos niños valga la pena ser vivida.
La bandera vale en cuanto símbolo de vida, y de mejor vida. Como la que eligieron nuestros abuelos al afincarse en este territorio promisorio. Como la que elegimos quienes nos quedamos, cuando hace apenas unos años atrás, las cosas estaban tan mal que parecía más fácil soportar el ostracismo que la ciudadanía.
Posiblemente cuando eligió esos colores, sin proponérselo, Belgrano creó el símbolo de una nación inasible, acaso imposible. En cualquier caso, parece preferible pertenecer a un pueblo condenado a la abstracción, a la sutileza, a la ambigüedad, a la especulación, que formar parte de una nación que reclama el derramamiento de sangre ajena para justificar su propia existencia.
PETRONIO
1 Comments:
Te faltó decir "Color local" de Truman Capote. Y la comida cajun. Y la música cajun. Bobo.
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