Hitler y nosotros
El pasado 30 de enero se cumplieron 75 años del ascenso de Adolf Hitler al poder en Alemania, hecho que dio comienzo a uno de los fenómenos políticos clave del siglo XX, cuyo paroxismo fue la segunda guerra mundial, con su secuela de muerte, miseria y brutalidad. La ocasión ha sido recordada en la prensa internacional, cuyos comentarios casi invariablemente rondan la pregunta más inquietante: ¿podría ocurrir de nuevo? ¿podría volver a suceder que la democracia engendre otro monstruo semejante?
El ascenso político de Hitler fue meteórico. El partido nazi pasó del 2,6% de los votos en 1928, al 37,4 % en 1932. Ese aval popular no era suficiente para llevarlo al poder, pero sí para bloquear todo el sistema democrático, hasta que el presidente Von Hindemburg no encontró otra salida que nombrar al futuro "fürer" como canciller, esto es, jefe de gobierno.
Acaso el mejor punto de vista para analizar ese fenómeno -y sus posibilidades de repetición- pase por discernir el caldo de cultivo que le dio nacimiento. Alemania, derrotada en la primera guerra mundial, gozó no obstante de instituciones democráticas en la posguerra -la llamada "República de Weimar"-, de cierta estabilidad a mediados de la década del 20. No obstante, el colapso de la económica mundial en 1929, y las divisiones de la sociedad alemana, precipitaron el colapso aprovechado por los nazis.
En Alemania, la mayoría de las conmemoraciones estuvieron teñidas por un espíritu de autocrítica, como el de la iglesia evangélica, que se cuestionó su silencio en aquellos años de terror.
Sin embargo, tanto o más turbador que el silencio de los bienpensantes, fue el fervor de los partidarios de Hitler, a quienes les había devuelto un sentido de orgullo nacional tras la derrota, y fundamentalmente, un enemigo a quien odiar (los judíos).
Se coincide en que las condiciones internacionales no permitirían hoy una repetición del fenómeno a semejante escala, debido a los sistemas de control internacional creados precisamente tras la segunda guerra mundial. Pero está claro que muchos países formalmente democráticos han visto deteriorada su calidad institucional con la irrupción de líderes autoritarios, de los cuales acaso el ruso Putin acaso sea el ejemplo más importante e inquietante.
Lamentablemente Argentina no está muy lejos de proveer el caldo de cultivo para que -al decir de Ingmar Bergman- se incube "el huevo de la serpiente". Como en Alemania, el país viene de sufrir una serie de debacles económicas de proporciones récord. Como en Alemania, su clase política aparece desacreditada por su ineficacia y su corrupción. Como en Alemania, las clases dirigentes carecen de compromiso con el sistema institucional. Como en Alemania, periódicamente escuchamos aquí el canto de sirena de los "restauradores del orden" que destruyen todo el proceso republicano de toma de decisiones y apelan a los sentimientos más bajos del ciudadano, a su miedo y a su odio por el diferente. Como en Alemania, estos episodios autoritarios se suelen justificar como expresión de la "voluntad popular", y quienes tienen responsabilidad de pronunciarse en defensa de la democracia, se hacen los distraídos o minimizan la gravedad del problema.
Naturalmente, por su lugar periférico, nuestro país carece de toda chance de generar una crisis global como la que produjo el nazismo en Alemania. Pero ello no implica que estemos exentos de padecer en carne propia alguna grotesca caricatura de aquel sistema nefasto, que a no dudarlo no hará más que traer al país más sufrimiento, nuevas frustraciones, y más atraso en todos los órdenes.
El ascenso político de Hitler fue meteórico. El partido nazi pasó del 2,6% de los votos en 1928, al 37,4 % en 1932. Ese aval popular no era suficiente para llevarlo al poder, pero sí para bloquear todo el sistema democrático, hasta que el presidente Von Hindemburg no encontró otra salida que nombrar al futuro "fürer" como canciller, esto es, jefe de gobierno.
Acaso el mejor punto de vista para analizar ese fenómeno -y sus posibilidades de repetición- pase por discernir el caldo de cultivo que le dio nacimiento. Alemania, derrotada en la primera guerra mundial, gozó no obstante de instituciones democráticas en la posguerra -la llamada "República de Weimar"-, de cierta estabilidad a mediados de la década del 20. No obstante, el colapso de la económica mundial en 1929, y las divisiones de la sociedad alemana, precipitaron el colapso aprovechado por los nazis.
En Alemania, la mayoría de las conmemoraciones estuvieron teñidas por un espíritu de autocrítica, como el de la iglesia evangélica, que se cuestionó su silencio en aquellos años de terror.
Sin embargo, tanto o más turbador que el silencio de los bienpensantes, fue el fervor de los partidarios de Hitler, a quienes les había devuelto un sentido de orgullo nacional tras la derrota, y fundamentalmente, un enemigo a quien odiar (los judíos).
Se coincide en que las condiciones internacionales no permitirían hoy una repetición del fenómeno a semejante escala, debido a los sistemas de control internacional creados precisamente tras la segunda guerra mundial. Pero está claro que muchos países formalmente democráticos han visto deteriorada su calidad institucional con la irrupción de líderes autoritarios, de los cuales acaso el ruso Putin acaso sea el ejemplo más importante e inquietante.
Lamentablemente Argentina no está muy lejos de proveer el caldo de cultivo para que -al decir de Ingmar Bergman- se incube "el huevo de la serpiente". Como en Alemania, el país viene de sufrir una serie de debacles económicas de proporciones récord. Como en Alemania, su clase política aparece desacreditada por su ineficacia y su corrupción. Como en Alemania, las clases dirigentes carecen de compromiso con el sistema institucional. Como en Alemania, periódicamente escuchamos aquí el canto de sirena de los "restauradores del orden" que destruyen todo el proceso republicano de toma de decisiones y apelan a los sentimientos más bajos del ciudadano, a su miedo y a su odio por el diferente. Como en Alemania, estos episodios autoritarios se suelen justificar como expresión de la "voluntad popular", y quienes tienen responsabilidad de pronunciarse en defensa de la democracia, se hacen los distraídos o minimizan la gravedad del problema.
Naturalmente, por su lugar periférico, nuestro país carece de toda chance de generar una crisis global como la que produjo el nazismo en Alemania. Pero ello no implica que estemos exentos de padecer en carne propia alguna grotesca caricatura de aquel sistema nefasto, que a no dudarlo no hará más que traer al país más sufrimiento, nuevas frustraciones, y más atraso en todos los órdenes.
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