petronio63

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Friday, August 01, 2008

Franco, el camello y la chaqueta


Cerca del estudio del pintor Franco Mendez Calvillo, muy próximo a la playa de Tijuana, acaban de clausurar un túnel con que los narcotraficantes se las habían ingeniado para pasar el límite a EEUU sin tener que perder tiempo en las prolongadas colas de la aduana.
La omnipresente frontera está también en la obra de Franco, pero no la del muro seco que han erigido en estas latitudes, sino la otra, la del Río Bravo, por donde también muchos mexicanos intentan el cruce, y donde muchos (cientos por año) mueren en el intento. Estos frustrados migrantes, muchos de ellos sin identificar, aparecen en la serie "Los ahogados" del pintor, y allí recuperan su trágica identidad.
La obra de Mendez Calvillo impresiona, no sólo por su enorme volumen (su capacidad de trabajo es asombrosa) sino también por su diversidad. No se queda en la explosión de color tan característica (y redituable) en el arte chicano. Aborda virtualmente todos los géneros expresivos. Por estos días se ha dado a la tarea de achurar revistas de moda para confeccionar impresionantes collages que, por momentos, recuerdan el cubismo. Pero no desdeña el blanco y negro y las formas difusas: una serie completa de su obra actual consiste en fotografías que el espectador es invitado a contemplar a través de un contenedor de vidrio con agua.
Como un verdadero aleph, este estudio parece contener todo el universo, o al menos, toda Tijuana. Casi se puede sentir el aroma de las marisquerías, los quioscos de tacos de cabeza, los puestitos de hot dogs en la Revu.
Nadie diría que este robusto soltero cincuentón, hasta no hace mucho tiempo, era un próspero gastroenterólogo, especializado en Japón, eximio endoscopista, que un buen día colgó su profesión de un clavo para dedicarse exclusivamente al arte.
Le pregunto: ¿Y todos esos años de ver imágenes internas del cuerpo humano, esos paisajes recónditos, no te han dejado una marca, no has intentado llevarlos a tu obra?
Su primera respuesta es negativa. Sería obvio, dice.
Pero luego recuerda y comenta esta anécdota, que bien vale una misa. Una lejana noche, su consultorio fue visitado por tres hombres jóvenes, uno de los cuales presentaba un evidente estado de descompostura estomacal. Realizada la endoscopía, Franco no tardó mucho en descubrir que el problema era una obstrucción en la salida del estómago hacia el intestino, y que era provocada por una serie de pequeños paquetitos cuyo contenido no hacía falta mucha imaginación para barruntar. Su paciente era un camello, y todos ellos eran narcotraficantes. Varias cosas se le pasaron por la cabeza. La primera, que tal vez aquella sería la última práctica profesional de su vida, ya que se había transformado en un testigo peligroso. La segunda cuestión fue la de su secreto profesional, ya que estaba presenciando un delito, pero al mismo tiempo tenía el deber de curar a su paciente. Finalmente, y con un aplomo envidiable, procedió a extraer, uno a uno, los paquetitos, mediante un instrumento endoscópico normalmente diseñado para botones u otros objetos pequeños que suelen tragar los niños. La operación fue larga y compleja: la ruptura de una sola de las cápsulas hubiera representado la muerte segura del camello. Al cabo de un par de horas, todas las cápsulas estaban desalojadas. El paciente lloraba de emoción, y lo abrazó. Los narcos, agradecidos, ni intentaron amedrentarlo. Muy por el contrario, abonaron en el acto sus honorarios, que fijó conforme la tarija habitual.
Hoy las imágenes que captó durante aquella endoscopía parecen ser únicas en el mundo, la única ocasión en que se fotografió semejante aberración cometida contra el cuerpo en nombre del lucro. Aparentemente, ni siquiera la DEA tiene un registro semejante. Franco piensa que pueden tener interés científico, acaso publique algo al respecto en alguna publicación especializada.
A medida que va pasando el sábado, la figura robusta de Franco se va agigantando. Su sensibilidad no se interpone entre él y la supervivencia. Su don de gentes y su ubicación en el mundo son envidiables.
Cuando llega la noche hace frío y descubro que había sobreestimado los calores de la Baja California. Aquí, junto al mar, mi atuendo de remera y bermudas aparece como el típico y patético error del turista novel. Franco no se inmuta. Se saca su chaqueta de Banana Republic y me la presta. Cuando me la pongo, me observa y dice: "te queda mejor que a mí, te la regalo". Y no hay forma de convencerlo de lo contrario.
Esa chaqueta azul cuelga hoy, frente a mí, en el placard. De vez en cuando la uso. En una de esas así logro parecerme más a Franco.

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