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Tuesday, May 08, 2007

Gran Hermano: ni grande ni fraterno

Gran Hermano comenzó siendo un extraordinario personaje de novela, creado por George Orwell en su inmortal “1984”. Este ente sobrehumano era, en la ficción, la creación virtual de un estado totalitario, en un futuro imaginario, diseñado para introducirse por medio de la tecnología en la vida privada de los ciudadanos, controlándolos bajo una apariencia de bonhomía, pero con un enorme grado de perversión subyacente.

Desde entonces, en la cultura popular, la expresión “gran hermano” ha sido asociada al totalitarismo. Una canción de Stevie Wonder de 1972 le da ese nombre al político blanco encargado de mantener el sistema de opresión de los negros en EEUU.

Fue en Alemania, país vanguardista en materia de experimentos antropológicos, que un programa de televisión rescató el nombre de “Gran Hermano” para designar un reality show. En su base se encuentra un contrato por el cual un grupo de personas renuncia por completo a su intimidad, y los televidentes pueden así espiarlos hasta la náusea, y disponer totalitariamente de ellos en función de unas reglas de juego más o menos arbitrarias.

Gran Hermano es, así, la televisión llevada al paroxismo. Un producto que no entretiene ni educa, pero genera una adicción. En él, los participantes terminan pareciendo mascotas del televidente, carentes de toda dignidad. Aunque, desde luego, está por verse si existe un modo de aparecer en televisión y conservar la dignidad, sea cual fuere el género del programa.

Visto con algo de indulgencia, el experimento podría recordar un tema común en la literatura –presente, por ejemplo, en “El señor de las moscas” de William Goldin-, cual es la hipótesis de un grupo de personas aisladas de todo contacto con la civilización, que tienen así la oportunidad de recrear la historia humana. Este sería un tipo de utopía.

Sin embargo, la presencia de este “gran hermano” –más parecido a un padre ausente, que sólo se manifiesta por la voz- hace quebrar esta ilusión de aislamiento. Y la enorme presión de las cámaras y de millones de voyeuristas observando desde sus televisores, la hace estallar del todo.

A los participantes se les recuerda en todo momento que lo que están viviendo es un juego, un divertimento que una vez por semana produce la desaparición física de uno de sus compañeros. En ese juego, se ignora por completo si rigen normas éticas, o sólo vale la mera habilidad para relacionarse y aparentar, ya que lo que predomina en la decisión, en definitiva, es el cambiante humor del público. El televidente puede así, a su vez, jugar a verdugo, en tanto y en cuanto cuente con recursos para emitir sus votos pagos.

El problema es que para los participantes, el supuesto “juego” no es otra cosa que su vida diaria, incluyendo desde sus más profundas crisis existenciales, hasta las banalidades y ventosidades más nauseabundas.

Desde luego, a los participantes se les mitigan las largas horas de aburrimiento y la privación del sentido del tiempo, con el desafío de alguna prueba más o menos banal, y con un nivel de confort que raramente habrán conocido en el exterior. La “casa” –palabra clave- es amplia, cómoda, y hasta cuenta con una pileta climatizada. Aunque, claro está, los criaderos de pollos también están climatizados.

Este programa de televisión no se parece, entonces, a una novela, ni siquiera a un certamen de habilidades. Se parece a un documental de la naturaleza, de esos que retratan una manada de animales a los que, de vez en cuando, un predador les arrebata un cachorro, lo mata y se lo devora frente a ellos.

La mirada de los animales en esa manada –sean focas, cebras u ovejas- se parece a la de los participantes de Gran Hermano cuando, una vez por semana, el “juego” se fagocita a uno de ellos, en un evento denominado, curiosamente, “gala de expulsión”. No hay en esas miradas atónitas ningún rasgo de compasión por el infortunado: sólo la pulsión de sobrevivencia.

Podrá argüirse que los participantes buscan un premio en dinero, o buscan la fama, o que su exhibicionismo es la contracara de la perversión del televidente. Incluso hay quienes creen que Gran Hermano puede llegar a constituir una experiencia de crecimiento personal.

Pero la verdad es que, en este juego, los participantes no sólo pierden su intimidad, su dignidad: pierden hasta su condición de seres humanos. Vaya espectáculo.

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